El calificativo vergonzoso no nos es extraño, se emplea casi a diario en medios de comunicación para referirse a actitudes generalmente reprobables, pero en el deporte este calificativo está asociado a uno de nuestros grandes rivales: la violencia.
Y no es algo único del deporte, pero especialmente vergonzoso es que en una pista dos deportistas protagonicen un intercambio de golpes surgido de un lance del juego. Para nosotros, los aficionados a la NBA, no nos es extraña esta palabra unida a una pelea entre jugadores. Sin ir más lejos, recuerdo a Antoni Daimiel pronunciarla mientras veía a (por aquel entonces) Ron Artest lanzar puñetazos hacia los aficionados de los Pistons, en la que es recordada como la peor pelea en la historia de la liga, una pelea que marcó un antes y un después.
Pero si algo tenían estas peleas, es que tras ellas venía eso, el sentimiento de vergüenza por parte de los protagonistas. Aún recuerdo a Luis Fabiano pedir disculpas ante la prensa diciendo que su hija lo había visto por la televisión golpear a Diogo, y no lo neguemos, no nos afectaba tanto esa vergüenza porque, hasta cierto punto todos hemos pensado que hay momentos en los que se puede reaccionar mal; más aún con un trash talking que se ha convertido en un arma más dentro del arsenal ofensivo de los jugadores NBA.
Lo que me llama la atención de la pelea que protagonizaron esta semana Karl-Anthony Towns y Joel Embiid es precisamente eso, la carencia total de vergüenza de este último tras la misma, y es que celebra la provocación lanzando puñetazos al aire y saludándose con Scott para posteriormente alargar la fanfarronería en redes sociales. Esto es nuevo, y siembra un peligroso precedente para aquellos que vienen detrás.
No descubro nada si digo que la pelea ha sido visualizada por millones de personas, (más aún con la retransmisión por redes sociales que los protagonistas han hecho). Entre esos millones de personas también hay niños y niñas que practican deporte, y sobre todo baloncesto; y, especialmente me importan aquellos primeros, pues esta conducta de Embiid no hace sino alargar la tradición de la que tanto buscamos escapar, la del niño que aprende el efecto de la violencia y cree que es algo positivo ser el fuerte. El que provoca cree equivocadamente que en una pelea hay un ganador y debe hacer como Embiid, anunciarse como tal y celebrarlo, esa conducta que nos lastra estableciendo una errónea similitud con la masculinidad, sacar músculo por haber golpeado al rival y que los demás te apoyen, más aún si eres la estrella del equipo.
Tras la pelea, la pelota quedaba en el tejado de Adam Silver, quien tenía la oportunidad de parar estas escenas y potenciar otras actitudes como por ejemplo la de Reggie Bullock (firme ejemplo de apoyo a la comunidad LGTBI tras el asesinato de su hermana trans, Mia Bullock) en una NBA siempre modélica con las causas sociales.
Sin embargo, la sanción de dos partidos, lejos de ser ejemplar, como lo fue la de los Pistons y los Pacers aunque aquello fuese mucho más grave, nos deja fríos, como si existiese un respeto especial a las estrellas de ambos equipos que tanto generan para la liga. Y por qué no decirlo, creo que sería acertado que la sanción se hubiese centrado más en los gestos de Embiid y Scott (impune este último) que en los puñetazos. Pese a ello, una cosa esta clara, y sanciones a parte, se evidencia la actitud de Embiid, que hace alarde de un carisma provocador que oculta la realidad, como un chico inseguro que utiliza la violencia, sus golpes, gestos y celebraciones no hacen sino confirmar una cosa; que lo que tiene que mostrar son los puños para que no nos demos cuenta de que, adornando esas manos de boxeador, aún no hay anillos.
(Fotografía de Mitchell Leff/Getty Images).
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