Corría la década de los 90 en Oklahoma City. El flamante entrenador del John Marshall High School, Tommy Griffin, que había tenido sus éxitos como jugador en la universidad Northwestern Oklahoma State, veía cómo sus dos retoños ganaban poco a poco más centímetros y se ponían como motos cada vez que escuchaban la palabra “baloncesto”.
Taylor —el mayor— y Blake se estaban induciendo en la práctica del deporte que su padre les había inoculado y parecía no haber vuelta atrás. Lo amaban con toda su energía.
“En mis primeros años estaba obsesionado con el baloncesto, acompañando a mi padre a todos sus entrenamientos. Íbamos a todos los partidos que jugaba en casa y a algunos de los de fuera. Los chicos a los que entrenaba en su equipo eran como mis héroes de aquel momento”. Era Blake Griffin, actual jugador de los Detroit Pistons, un jovenzuelo natural de OKC que intentaba despejar las incógnitas para jugar de manera dominante.
Los dos hermanos, también Taylor, eran portentos físicos. Crecían, a lo largo y ancho, por momentos y desde pequeños se les intuyeron pistas de poder llegar a la NBA. Los hermanos no fueron a centros ordinarios de enseñanza hasta la edad de instituto. Su madre —Gail— era profesora y consideró adecuado enseñarles en casa, a la vieja usanza, durante sus primeros años de vida.
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