El mundo perdido de los Supersonics dejó uno de los anales menos sonrientes de la historia reciente en la NBA. La salida de la franquicia de Seattle se consumó en el año 2008, actuando como dolorosa puntilla en una carrera contra lo inevitable que había comenzado años atrás.
Los Sonics no vivían su mejor época. En todo el siglo XXI solo habían conseguido playoffs en dos ocasiones (2002 y 2005). La herencia dejada por Gary Payton y compañía nunca fue honrada por la generación siguiente (Ray Allen, Rashard Lewis…), que solo se aventuró hasta las semifinales de conferencia una vez.
La cuestión es que el KeyArena, hogar de aquel equipo, resultaba un estadio vetusto, necesitado de un cambio de chasis para poder seguir en la NBA. Había existido remodelación por valor de 100 millones de dólares en 1995, pero se precisaban amplias actualizaciones: marcadores nuevos, pantallas más modernas, cierto maquillaje en el graderío… Lo propio para seguir como arena de una competición que no paraba de modernizarse. El contrato para albergar partidos en la NBA por parte de Seattle concluía en el año 2010 y, por ello, antes de tal fecha se tomaba como obligatorio encontrar una salida consensuada.
El propietario de la organización, Howard Schultz (CEO de Starbucks), lanzó entonces un globo sonda. ¿Qué tal si fuera el contribuyente quien financiara un nuevo pabellón? Levantar una casa de última generación a estrenar con dinero público.
La propuesta no tuvo el apoyo estatal que Schultz esperaba. Ante eso y que los Sonics perdían dinero en los últimos años, en 2006 el dueño decidió vender a Clay Bennett, hombre de negocios en plena expansión, natural del estado de Oklahoma.
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