Explicaba el gran sociólogo Zygmunt Bauman que el gran anhelo de todo actor partícipe en su concepto de modernidad líquida no era otro que transformarse en un producto deseable y deseado. Lo que antes era un proyecto “para toda la vida” se ha convertido hoy en un atributo efímero, dando paso a un mundo más precario, impredecible, ansioso y agotador. Queremos todo ahora y lo queremos ya, en una calidad óptima y sin el más visible rasguño. Que no sea así da lugar, por partes iguales, a la mofa o a la ira. A la decepción o una sentencia anticipada. Blanco o negro, prescindiendo de cualquier tipo de escala de grises.
La NBA es una representación de este mundo consumista en el que vivimos. Un producto que ha crecido de forma exponencial y geográfica gracias al auge de las nuevas tecnologías e Internet. Hace apenas veinte años las imágenes que nos llegaban del baloncesto universitario eran mínimas, casi inexistentes. La información estaba en manos de los scouts y redactada en los informes de los equipos, ya fuera en la NBA o a nivel internacional. Ahora, el bombardeo de vídeos, highlights y estadísticas inundan la red elevando a primera línea nombres de chavales que apenas cuentan con 14 o 15 primaveras. Mientras se reduce la edad de ese nuevo fenómeno aumentan las etiquetas que buscan catalogar a ese futuro jugador (o jugadora) como ‘El Nuevo…’. Lo hemos vivido durante más de dos décadas en nuestro eterno empeño de bautizar a la reencarnación de Michael Jordan. Y se ha intensificado mucho más a raíz de la irrupción de Zion Williamson.
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