Los seres humanos no somos seres racionales. Más bien, somos seres emocionales que razonan. Entendemos la vida como un sistema de ciclos que se repiten. De cada uno de ellos se desprenderá un resultado y, en consecuencia, un aprendizaje que servirá para afrontar con tranquilidad o mayor garantía de éxito una experiencia futura similar. Paradójicamente, no siempre se cumple este precepto y cada ciclo finaliza con un traspié en la misma y puñetera piedra de siempre.
Cuando la bocina del AdventHealth Arena cerró el segundo partido en un lapso de tres días, los Rockets abandonaron la cancha y se dirigieron a los vestuarios con la cabeza gacha y el semblante especialmente severo y reflexivo. Por el camino, James Harden desató su frustración con un dispensador de gel hidroalcohólico. Pero el daño ya estaba hecho. Houston acababa de cometer uno de los pecados capitales máximos en una serie de playoffs: reincidir en los errores e insuflar vida a un equipo que, apenas unos días atrás, estaba herido de muerte.
Los precedentes no son nada buenos. Tan solo un 7% de los equipos que han comenzado una serie con dos victorias han terminado perdiendo la serie. Pero los Rockets juegan con fuego. Irónicamente, han experimentado esta amarga sensación en dos ocasiones en los últimos 15 años, si bien es cierto que, para ello, hay que remontarse a la primera ronda de las ediciones de 2005 –ante Dallas Mavericks– y 2007 –contra los Utah Jazz–. No obstante, los fantasmas del pasado no tardan en aflorar cuando se presenta la oportunidad.
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