Con el ‘cotarro’ me refiero al baloncesto NBA en general (y a los playoffs en particular), y con los ‘reyes’ al trío de trencillas encargados de que se cumplan estrictamente las reglas del juego; en especial –como recalcaré más adelante– las que a ellos concierne.
Pero comenzaré disculpándome, pues como ex árbitro de la RFAF, supe durante años lo que era recorrer cada sábado y domingo la geografía andaluza en mi maltratado Opel Corsa, y en la que hasta el pueblo más infame y recóndito cuenta con su propio campo de césped artificial. Gracias al arbitraje ahondé en la riqueza léxica del castellano, aprendiendo insultos que hasta entonces desconocía, y muchos de ellos recibiéndolos durante el calentamiento, aún antes del pitido inicial.
Lo gracioso llega después: mucha de esa gente que te pone a caldo durante 90 minutos a pleno plumón, luego es la misma que te saluda con una sonrisa cuando te pasas por el bar del estadio al terminar el encuentro, e incluso si tienes suerte y su equipo no ha salido vapuleado, pueden llegar a invitarte a un bocadillo de calamares.
Con el tiempo vas comprendiendo que la gente que se desplaza hasta el campo cada fin de semana no va para ciscarse en ti, te llames Enrique Bajo, Undiano Mallenco o Pepe Pérez, y que lo de menos suele ser tu labor (mejor o peor) con el silbato y las tarjetas. Esa gente va allí a desahogarse –vaya uno a saber de qué– con la figura del árbitro, un ente, por lo visto, despojado de sentimientos, de dignidad, de honor y de todo aquello que lo convierte a uno en ser humano.
En un partido de fútbol –ya sea en el Wanda o en el campo de La Guijarrosa–, el buyilling por parte de la grada cobra el rango de derecho fundamental, justificado por quienes lo ejercen, faltaría más, por el desembolso previo del precio de la entrada. Quien paga insulta y luego descansa.
Respeto sí; pleitesía no
En el baloncesto no. En el baloncesto, palabras tan adulteradas como ‘decoro’, ‘deportividad’, y ‘respeto’ alcanzan una dimensión ante las que el fútbol no puede sino agachar la cabeza. Una dimensión que alcanza su cenit en la persona del árbitro, y con quien el trato, tanto a ras como fuera del parquet, ha evolucionado hasta degenerar en algo casi divino.
Y pido perdón porque, envidiándolos como los envidio, esto (hace tiempo que) se les ha ido de las manos.
Después de todo seguimos hablando de un deporte de masas, donde el sudor, la pasión, la vehemencia, el frenesí y ciertos arranques de visceralidad, son atributos inherentes al mismo, y que además lo embellecen.
Más, si cabe, en playoffs.
Y es por ello que la NBRA (National Basketball Referees Association) debe replantearse su rol en un show, no lo olvidemos, al servicio del espectador, donde el contexto es vital para que conserve su esencia, y al que hace tanto daño cuando se obceca en su empeño de no querer integrarse.
El respeto exigido a cualquier jugador en un partido –y más en un final apretado donde las pulsaciones van a mil por hora– no puede (ni debe) ser el mismo que el esperado de un chambelán del siglo XVII en la corte del Rey Sol.
¿Que a qué viene todo esto? Pues viene a raíz de lo siguiente:
- 1:10 minutos para el final del Game 2 de semifinales de conferencia entre Raptors y Celtics. Resultado: 96-100. Y Tatum hace esto.
Comentarista A: “Me sorprende que en el último minuto de un partido de playoffs se pueda pitar una técnica como esa”.
Comentarista B: “Llevan pitando este tipo de técnica durante toda la temporada, y no sé si el minuto o el resultado debería importar si quieren ser coherentes con lo que han hecho hasta ahora”.
Mi opinión: no al doble rasero; lo que es falta (personal o técnica) en el opening game de septiembre debe serlo también en el closing de las Finales en mayo septiembre.
El mejor juez: el inadvertido
Ahora bien… ¿cuál es ese rasero? Pues el de Sean Corbin (24 años de arbitraje al máximo nivel y 79 encuentros de playoffs a sus espaldas) ante Jayson Tatum no fue el de un curtido veterano hermanado con el ambiente, sino más bien el del clásico centennial ofendidito; el de no saber donde está, de qué va esto y cuál es su papel.
Un gesto de rabia de Tatum dirigido a ninguna parte –fruto de una falta en ataque bien pitada–, y que como coge a Corbin a escasos centímetros, éste decide darse por aludido y pitar una técnica en un momento donde le sobró vara y le faltó empatía.
Kyle Lowry anotaba el tiro libre y los Raptors se ponían en posición de empatar el encuentro. Una jugada que pudo ser determinante pero ante la que Boston se repuso para ganar el partido, y de la que, por lo tanto, en ningún lado veréis ahondar o ni siquiera hablar (salvo aquí).
Si a los jugadores se les exige respeto, a los árbitros hay que pedirles talante. La mano izquierda de toda la vida.
Cuando del actuar de un colectivo –cuya función es regular un espectáculo desde la discreción–, deriva el riesgo de alzarse en protagonistas y robarse el espectáculo en sí y para sí, hay que denunciarlo como es debido.
Respeto, sí: siempre… no del de traje, gomina y corbata (no iba por ti, Pat), sino del camiseta sin mangas, el latir acelerado y el puño al viento.
(Fotografía de portada de Kevin C. Cox/Getty Images)
La entrada Los peligrosos reyes del cotarro se publicó primero en nbamaniacs.
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